LOS PROFETAS QUE HAN ANUNCIADO JUSTICIA, CASTIGO Y SALVACIÓN!

Desde el Antiguo Testamento, el Señor Nuestro Dios es todopoderoso, omnisciente y omnipresente. Él es quien posee toda la sabiduría y todo el conocimiento y ha manifestado a la humanidad a través de sus profetas su divina voluntad y plan perfecto para la salvación y bienaventurada vida en la tierra, es así como a través de sus profetas desde el Antiguo Testamento anuncia la salvación y la perfecta justicia al mundo entero.

Miremos pues un corto resumen de sus profetas en el Antiguo Testamento, conocidos como Profetas Mayores:

Isaías: El más grande profeta mesiánico, ya que anunció la llegada futura de Jesús, recibió en el templo de Jerusalén la misión de anunciar la ruina de su pueblo en castigo por sus infidelidades y le pide a su pueblo que no pierda la fe en Dios. Es conocido como el profeta de la fe.

Jeremías: Profetizó las desgracias de su pueblo por la infidelidad a Dios, tuvo que luchar contra su propio pueblo denunciando sus desgracias y anunció la llegada de una nueva alianza con Dios fundada en el amor. Es conocido como el profeta de los lamentos.

Ezequiel: Es sacerdote del templo de Jerusalén, predica la búsqueda de santidad que debe realizar toda la humanidad, tiene visiones de como Dios regala la vida y su gracia a toda la humanidad.

Daniel: Tuvo visiones del fin del mundo, describe la caída de los opresores de su pueblo (Babilonia) y anuncia la victoria del pueblo de Dios al final de los tiempos.

Existen también otros profetas conocidos como Profetas Menores, estos son: Amos, Oseas, Miqueas, Sofonías, Nahúm, Habacuc, Ageo, Zacarías, Malaquías, Abdías, Joel y Jonás, cada uno anunciando y denunciando la voluntad de Dios en donde se manifiesta el gran amor de nuestro Dios y su súplica, por así decirlo, de la urgente conversión y corrección de la vida desastrosa que lleva la humanidad. Sus profecías están descritas en la Sagrada Escritura, las cuales invitamos a leer y discernir.

LO QUE DEJÓ DICHO JESÚS ACERCA DE LA SALVACIÓN

“El Catecismo de la Iglesia Católica nos enseña que las bienaventuranzas están en el centro de la predicación de Jesús. Con ellas Jesús recoge las promesas hechas al pueblo elegido desde Abraham, pero las perfecciona ordenándolas no sólo a la posesión de una tierra sino al Reino de los Cielos. Así, las bienaventuranzas dibujan el rostro de Jesucristo y describen su caridad, expresan la vocación de los fieles asociados a la gloria de su Pasión y de su Resurrección, iluminan las acciones y las actitudes características de la vida cristiana; son promesas paradójicas que sostienen la esperanza en las dificultades; anuncian a los discípulos las bendiciones y las recompensas ya iniciadas; quedan inauguradas en la vida de la Virgen María y de todos los Santos” (Catecismo de la Iglesia Católica. 1716-1717).

“Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos.

Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra.

Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.

Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados.

Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.

Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.

Bienaventurados los que buscan la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios.

Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos.

Bienaventurados seréis cuando os injurien, os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa.

Alegraos y regocijaos porque vuestra recompensa será grande en los cielos”(Mt 5,3-12).

Al leer cada una de las bienaventuranzas, nos damos cuenta que en ellas Jesús, nos deja plasmada la manera más sencilla y práctica de alcanzar la verdadera salvación, esforcémonos por alcanzarla.

No obstante a lo largo del Nuevo Testamento, Jesús pone de manifiesto muchas otras promesas de amor, que son peldaños que nos ayudan, sin duda alguna, a recorrer este camino hacia  la salvación y encuentro definitivo con Dios.

He aquí algunas citas bíblicas en donde Jesús nos enseña  el camino a seguir:

“Éste es el mensaje que hemos oído de  Jesús y que anunciamos a todos: Dios es Luz, y en Él no hay ninguna oscuridad” (1 Juan 1:5).

“Sean ustedes perfectos así como nuestro Padre Celestial es perfecto” (Mateo 5:48).

“Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas” (Marcos 12:30).

CARACTERÍSTICAS DEL PUEBLO ESCOGIDO

“Porque tú eres pueblo santo para tu Dios; tu Dios te ha escogido para serle un pueblo especial, más que todos los pueblos que están sobre la tierra. No por ser vosotros más que todos los pueblos os ha querido el Eterno y os ha escogido, pues vosotros erais el más insignificante de todos los pueblos; sino por cuanto Dios os amó, y quiso guardar el juramento que juró a vuestros padres, os ha sacado Él con mano poderosa, y os ha rescatado de servidumbre, de la mano del Faraón, rey de Egipto” (Deuteronomio 7:6-8).

Pueblo que cumple los mandamientos.

Pueblo que cumple los sacramentos.

Pueblo que vive el evangelio, que ora y da ejemplo de vida.

Pueblo que respeta su iglesia fundada en cabeza de Pedro.

Pueblo que ama a su madre la Santísima  Virgen María.

Pueblo que desea recibir las bendiciones de la obediencia.

Pueblo que ama y reconoce a un solo Dios verdadero.

Pueblo que reconoce y acepta hoy la corrección del Señor.

Pueblo que respeta y cumple con las fiestas de la Santa Madre Iglesia.

Pueblo que confía en la providencia divina.

Pueblo dócil a las inspiraciones del Espíritu Santo.

“Sean perfectos como su Padre es perfecto y aspiren sólo a lo mejor y a la santidad. Que no sean como el pueblo necio que ignoró a su profeta y fue castigado. Puesto que mi justicia es para todos. Juez divino soy”. Mensaje 68 dado a Judith Junio 27 de 2016.

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SAN JOSÉ ESPOSO DE MARÍA

Como sabemos, San José es el esposo de Santa María Virgen y el padre adoptivo de Jesús, quien fue engendrado por obra del Espíritu Santo en el vientre purísimo de María, por ende es el hijo de Dios. San José lo adopto como hijo suyo y Jesús se sometió a su padre terreno, como buen hijo (siendo Dios). (Mateo 1-19).

Como bien sabemos por los primeros capítulos de los evangelios en Lucas y Juan, no se conocen palabras dichas por San José, solo nos narran  sus obras y sus actos de amor, como padre responsable de su Santa Esposa y su Santísimo Hijo, razón por la cual se le conoce como el santo del silencio. (Proverbios 10-19 y 10-3). San José modelo de humildad y silencio, es escogido por Dios y desde el principio recibió la gracia de discernir los mandatos de Señor. (Mateo 1-16 y Lucas 3-23)

Con la libre cooperación de José y la gracia divina, fue posible que su respuesta, fuera eficaz y total, para cumplir la misión divina y excepcional que Dios le confió.

Por la gracia de la concepción del verbo divino en las entrañas virginales de María y por la acción milagrosa del Espíritu Santo, sin intervención alguna de san José, el evangelio nos narra uno de los dogmas fundamentales de la fe católica, la virginidad perpetua de María y por ende la castidad y pureza de san José, razón por la cual, se le han concedido diversos títulos, padre adoptivo, padre virginal, padre nutricio, padre legal; encerrando con todos estos nombres la plenitud de la misión de san José, que corresponde a un verdadero padre, cuidar de su familia (Dt. 6, 4-7) y (Lc. 2, 51-52). La relación de esposos que sostuvo san José con la Virgen María es ejemplo para todo matrimonio católico deseoso de vivir la verdadera fe. Sin embargo: entiéndase que, José y María  permanecieron vírgenes, en razón a su privilegiada misión. (Mateo1/ 22-23).

Son muchas las virtudes de San José, por lo cual nos permitimos citar algunas, con el ánimo de hacerlas conocer y en su momento puedan ser puestas en práctica por los fieles,  entre ellas, una vida oculta, la humildad, la pobreza, la prudencia, la paciencia, la fidelidad, la fortaleza, la sencillez, la fe, la confianza en Dios, la justicia y la más perfecta caridad.

San José, guardo con entrega total, amor y fidelidad, lo que le confió Dios, el tesoro que depositó en sus manos, la custodia de la Sagrada Familia.

Texto de nuestra autoría.

 

El pequeño número de aquellos que se salvan:

por San Leonardo de Porto Maurizio

Los escritos de San Leonardo, Lector, lo hará examinar su conciencia, no una sino dos veces, y usar el Sacramento de la Confesión más frecuentemente y con más fervor.

Muchos cristianos están totalmente inconscientes de tener una Amiga tan poderosa y una tan graciosa Madre del Cielo. María nos vio, nos conoció y nos amó aun antes que hubiésemos nacido, y desde entonces Ella ha continuado a amarnos.

Nuestro Señor no niega a Su Madre nada que Ella Le pide. En el Cielo, Dios se complace en obedecer a los deseos de Su Madre. El Señor deposita todas las gracias en Sus manos, y Ella nos las concede libremente, aun antes que nosotros podamos pedirlas. Dios confió a María Santísima el poder de obtener el perdón para todos los pecadores que piden Su asistencia, y Ella hace un amplio uso de este poder, protegiendo las almas de la cólera divina. Los pecadores son el objeto especial de Su Amor poderoso. En María todos pueden encontrar seguranza, por más crímenes que puedan haber cometido. El corazón de esta Madre amabilísima es lleno de misericordia, aun para con aquellos que están en el camino que lleva al Infierno. Los demonios tienen verdadero terror a María, y se sabe que fue Ella que, cierta vez, obligó el diablo a devolverle el contracto firmado por un pobre hombre que había vendido su alma a ese espíritu maligno.

Descánsese, Lector, con la certeza de tener en el Cielo la Madre más poderosa y misericordiosa. Debemos abrazar de todo el corazón las poderosas devociones a Nuestra Señora, para que nuestra salvación sea todavía más segura; inscríbase en el Escapulario del Monte Carmelo y úselo siempre. Rece tres Avemarías todos los días. Mejor todavía, rece al menos cinco misterios del Santísimo Rosario.

San Leonardo de Porto Maurizio era un fraile  Franciscano muy santo que fue uno de los mayores misionarios de la Historia de la Iglesia. La devoción a la Inmaculada Concepción de la Bienaventurada Siempre Virgen María, la adoración del Santísimo Sacramento y la veneración del Sagrado Corazón de Jesús eran sus cruzadas. Él fue responsable, de manera no pequeña, por la definición del dogma de la Inmaculada Concepción de Nuestra Señora, hecha poco más de cien años después de su muerte. Él nos dejó también las Divinas Alabanzas y la devoción a las Estaciones de la Cruz.

Este sermón, en que él confiaba para la conversión de los pecadores, fue sometido al examen canónico durante su proceso de canonización. En él, San Leonardo hace una revisión de los diversos estados de vida de los cristianos y concluye con el pequeño número de aquellos que se salvan, en relación con la totalidad de los hombres.

El Lector que medita en este texto notable apreciará la solidez de su argumentación, que le ha merecido la aprobación de la Iglesia. Pues bien, le invitamos a leer el conmovedor sermón de San Leonardo.

El asunto de que hoy voy a tratar es muy grave; ha hecho tremer los pilares de la Iglesia, llenó de terror los mayores Santos y pobló los desiertos con anacoretas. El punto de esta instrucción está en decidir si el número de cristianos que se salvan es mayor o menor que el número de cristianos que se condenan; producirá en Ustedes, según espero, un saludable temor de los juicios de Dios. Por qué yo debo hablar claramente Mis hermanos, por el Amor que yo tengo por Ustedes, me gustaría poder apaciguarles con la perspectiva de la felicidad eterna, diciendo a cada uno de Ustedes: Tengan la seguridad que irán al Paraíso; la mayor parte de los cristianos se salva y, por eso, Ustedes también se salvarán. ¿Pero cómo puedo darles tan dulce seguranza, si Ustedes se rebelan contra los decretos de Dios, como si Ustedes fuesen sus propios peores enemigos?

infierno

Observo en Dios un deseo sincero de salvarlos, pero encuentro en Ustedes una decidida inclinación para ser condenados. ¿Entonces, qué haré yo hoy si hablo claramente? Les seré desagradable. Pero, si yo no hablo, seré desagradable a Dios. Por lo tanto, dividiré este asunto en dos puntos. En el primero, para llenarse de terror, dejaré los teólogos y los Padres de la Iglesia decidir sobre este asunto y declarar que el más grande número de cristianos adultos se condena; y, en silenciosa adoración de este terrible misterio, guardaré mis propios sentimientos personales. En el segundo punto, intentaré defender la bondad de Dios contra los ateos, probándoles que aquellos que son condenados se condenan por su propia malicia, porque quieren ser condenados. Por lo tanto, he aquí dos verdades muy importantes. Si la primera verdad les asusta, no me censuren por eso, como si yo quisiese hacer más estrecho, para Ustedes, el camino al Cielo, pues quiero ser neutro en esta materia; censuren antes los teólogos y los Padres de la Iglesia, que gravarán esta verdad en sus corazones por la fuerza de la razón.

Si Ustedes quedan desilusionados con la segunda verdad, den gracias a Dios por eso, pues Él sólo quiere una cosa: que Ustedes Le den enteramente sus corazones. Finalmente, si Ustedes me obligan a decirles lo que yo pienso, lo haré por su consolación. Este tema es muchísimo importante No es curiosidad vana, sino una precaución saludable proclamar del alto del púlpito ciertas verdades que sirven maravillosamente para contener la indolencia de los libertinos, que tanto hablan de la misericordia de Dios y de cómo es fácil convertirse, que viven ahogando en todo tipo de pecados y duermen profundamente en su camino al Infierno. Para desilusionarlos, y para despertarlos de su torpor (inactividad mental), examinemos hoy esta gran cuestión: ¿Será más grande el número de cristianos que se salvan que el número de cristianos que se condenan? Oh almas piadosos, Ustedes pueden salir; este sermón no es para Ustedes. Su único propósito es contener el orgullo de los libertinos, que echan fuera de su corazón el santo temor de Dios y juntan fuerzas con el demonio que, según el sentimiento de Eusebio, condena las almas al mismo tiempo que las tranquiliza. Para resolver esta duda, pongamos los Padres de la Iglesia, tantos griegos como latinos, de un lado; del otro, los teólogos más ilustrados y los historiadores más eruditos; y pongamos la Biblia al medio, para que todos la vean. Y ahora oigan, no lo que yo les voy a decir – pues ya afirmé que no quiero hablar por mí propio ni decidir en este asunto – antes oigan aquello que estas mentes ilustres tienen para decirles, ellos que son faros en la Iglesia de Dios para dar luz a los otros, de modo que ellos no pierdan el camino al Cielo.

De este modo, guiados por la luz triple de la fe, de la autoridad y de la razón, seremos capaces de dar respuesta a este grave asunto y resolverlo con una certidumbre absoluta. Jesús, lleno de Amor y compasión, nos muestra el camino al Cielo, pero muchas almas están enredadas por las maldades y armadillas del demonio y siguen su camino engañador, desciendo hasta las profundidades del Infierno. Hablan los Teólogos más reconocidos Noten bien que aquí no es cuestión de la raza humana tomada como un todo, ni de todos los católicos tomados sin distinción, sino apenas de los católicos adultos, que tienen libre elección, y consecuentemente, son capaces de cooperar en la gran materia de su salvación. Primero, consultemos los teólogos reconocidos que examinaron las cosas más cuidadosamente y que no exageraron en sus enseñanzas: oigamos dos Cardenales eruditos, Cajetano y (San Roberto) Belarmino.

Enseñan ellos que el mayor número de cristianos adultos se condena, y si yo tuviese tiempo para les señalar las razones en que ellos se basan, Ustedes se convencerán de esto por sí mismos. Pero voy a limitarme aquí a citar Suárez (el gran teólogo). Después de consultar todos los teólogos y de hacer un diligente estudio sobre el asunto, él escribió: “El sentimiento más común que es mantenido es lo de que, entre los cristianos, hay más almas condenados que almas predestinadas”.

Los Padres Griegos y Latinos nos enseñan Añádase la autoridad de los Padres Griegos y Latinos a la de los teólogos, y descubrirán que casi todos ellos dicen la misma cosa. Es esto el sentimiento de San Teodoro, San Basilio, San Efrén y San Juan Crisóstomo. Y, lo que es más, según Baronio, era opinión común entre los Padres Griegos que esta verdad había sido expresamente revelada a San Simón Estilita y que él, después de tal revelación, decidió, para asegurar su salvación, vivir de pie encima de un pilar durante cuarenta años, expuesto a las intemperies, como modelo de penitencia y santidad para todos. Consultemos ahora los Padres Latinos. Oirán San Gregorio a decir claramente:”Muchos alcanzan la fe, pero pocos el Reino de los Cielos”. San Anselmo dice: “Son pocos los que se salvan”. Y San Agustín afirma, con aún más clareza, “Por consiguiente, pocos son aquellos que se salvan, en comparación con aquellos que se condenan”. Lo más alarmante es, sin embargo, San Jerónimo. Al fin de su vida, en la presencia de sus discípulos, él pronunció estas palabras terribles: “De cien mil personas cuyas vidas fueron siempre malas, difícilmente se encuentra una que sea merecedora de indulgencia”.

Las palabras de la Sagrada Escritura ¿Pero por qué procurar las opiniones de los Padres y teólogos, cuando la Sagrada Escritura resuelve esta cuestión tan claramente? Miren los Antiguo y Nuevo Testamentos, y encontrarán una multitud de figuras, símbolos y palabras que señalan claramente esta verdad: muy pocos se salvan. En el tiempo de Noé, toda la raza humana fue ahogada por el Diluvio, y sólo ocho personas se salvaron en la Arca. San Pedro afirma: “Esta arca era la figura de la Iglesia”, y San Agustín añade: “Y estas ocho personas que se salvaron significa que muy pocos cristianos se salvan, porque hay muy pocos que renuncian sinceramente al mundo, y aquellos que lo renuncian sólo en palabras no pertenecen al misterio representado por aquella arca”. La Biblia dice también que sólo dos de dos millones de hebreos entraron en la Tierra Prometida después de haber salido de Egipto, y que sólo cuatro escaparon al fuego de Sodoma y de las otras ciudades quemadas que con ella perecieron. Todo esto significa que el número de los condenados que serán lanzados al fuego como paja es muchísimo más grande que lo de los salvados, los cuales el Padre del Cielo reunirá en Su granero como trigo precioso.

Las palabras de Jesús Yo nunca más acabaría si tuviese que indicarles todas las figuras por las cuales la Sagrada Escritura confirma esta verdad; nos contentaremos en oír el oráculo vivo de la Sabiduría Encarnada. ¿Qué respondió Nuestro Señor a aquel hombre curioso del Evangelio que Le pregunto: ¿“Señor, es verdad que son pocos los que se salvan”? ¿Por casualidad se calló? ¿O contestó vacilantemente? ¿Por casualidad ocultó Él su pensamiento por miedo de asustar la muchedumbre? No. Preguntado sólo por uno, Él se dirigió a todos los presentes. Y les dijo: ¿“Me preguntas si sólo algunos serán salvados”? He aquí mi contestación: “Esforzaos a entrar por la puerta angosta; porque os aseguro que muchos buscarán cómo entrar, y no podrán”. ¿Quién está hablando aquí? Es el Hijo de Dios, Verdad Eterna, que en otra ocasión dice aún más claramente, “Muchos, empero, son los llamados; mas pocos los escogidos”.

Él no dice que todos son llamados y que, de entre todos los hombres, pocos son los escogidos, pero sí que muchos son llamados; lo que significa, según explica San Gregorio, que de entre todos los hombres, muchos son llamados a la Verdadera Fe, pero que, de entre ellos, pocos se salvan. Mis hermanos, son estas las palabras de Nuestro Señor Jesucristo. ¿Son claras? Son la verdad. Díganme ahora si sea posible para Ustedes tener fe en su corazón y no tremer. La salvación en los diversos estados de la vida Pero, ¡oh! Veo que, al hablar así de todos en general, estoy desviándome de mi tema. Apliquemos entonces esta verdad a varios estados, y comprenderán que deben o ignorar la razón, la experiencia y el sentido común de los fieles, o entonces confesar que la mayor parte de los católicos será condenada. ¿Habrá en el mundo algún estado de vida más favorable a la inocencia, en el cual la salvación parezca más fácil y del cual las personas tengan una idea más elevada, de que lo de los sacerdotes, los lugartenientes de Dios? A la primera vista, ¿quién no pensaría que la mayor parte de ellos es, no sólo buena, sino perfecta?

Pero yo estoy horrorizado cuando oigo San Jerónimo declarar que, aunque el mundo esté lleno de sacerdotes, difícilmente uno en cien vive de un modo que esté en conformidad con su estado (vocación); cuando oigo un siervo de Dios testificando que sabe, por una revelación, que el número de sacerdotes que, en cada día, cae en el infierno es tan grande que se le parece imposible que hayan quedado algunos en la tierra; cuando oigo San Juan Crisóstomo exclamar de lágrimas en los ojos: “Yo no creo que muchos sacerdotes se salven; al contrario, creo que el número de aquellos que se condenan es mayor”. Miren aún más encima, y vean los prelados de la Santa Iglesia, pastores de la Santa Iglesia, pastores que tienen las almas a su cargo. ¿Entre ellos, será por casualidad el número de los que se salvan mayor de que el número de los que se condenan? Oigan entonces Cantimpré; él nos cuenta un cierto acontecimiento, y Ustedes puedan tomar las conclusiones.

Había un sínodo que se realizaba en París, y a él asistía un gran número de prelados y pastores de almas; el Rey y los príncipes vieron también, añadiendo lustro a aquella asamblea con su presencia. Un predicador famoso fue convidado a predicar. Y, mientras él estaba preparando su sermón, un demonio horrible le apareció y dijo: “Pone de parte tus libros. Si quieres hacer un sermón que sea útil a estos príncipes y prelados, conténtate en decirles, de nuestra parte: ‘Nosotros, los príncipes de las tinieblas, os agradecemos a vosotros, príncipes, prelados, y pastores de almas, porque debido a su negligencia, el mayor número de los fieles se condenará; tenemos también guardado un recompensa para vosotros, por este favor, cuando estarán con nosotros en el Infierno’”. ¡Ay de Ustedes que mandan en los otros! ¿Si se pierden tantos por su culpa, qué los sucederá? ¿Si pocos de los que están en lugares preeminentes en la Iglesia de Dios se salvan, qué los sucederá? Vean todos los estados, ambos los sexos, todas las condiciones: maridos, esposas, viudos, chavales, chavalas, soldados, comerciantes, artesanos, ricos y pobres, nobles y plebeyos. ¿Qué decimos sobre todas estas personas que viven tan mal?

La siguiente narrativa de San Vicente Ferrer les mostrará lo que podrán pensar sobre esto. Cuenta él que un arcediano en Lyon dejó su cargo y se retiró a un lugar del desierto para hacer penitencia, y murió en el mismo día y hora de San Bernardo. Después de su muerte, él apareció a su obispo y le dijo: “Sabe, Monseñor, que a la misma hora en que yo morí, murieron también treinta y tres mil personas. De este número, Bernardo y yo subimos al Cielo inmediatamente, tres fueron al Purgatorio, y todas las otras cayeron en el Infierno”. Nuestras crónicas relatan un acontecimiento aún más terrible. Uno de nuestros hermanos, bien conocido por su doctrina y santidad, estaba predicando en Alemania. Representaba él la fealdad del pecado de impureza de un modo tan fuerte que una mujer cayó allí muerta de tristeza, ante toda la gente. Después, habiendo vuelto a la vida, dijo ella: “Cuando yo fui presentada ante el Tribunal de Dios, sesenta mil personas llegaron al mismo tiempo, provenientes de todas las partes del mundo; de aquel número, tres fueron salvadas, pasando por el Purgatorio, y todas las restantes se condenaron”. ¡Oh, abismos de los juicios de Dios! ¡De treinta mil, sólo cinco se salvaron! ¡Y de sesenta mil, sólo tres fueron al Cielo! Ustedes, pecadores que me escuchan, en qué categoría serán Ustedes contados?… ¿Qué me digan?… ¿Qué piensan?… Yo veo casi todos Ustedes a bajar la cabeza, llenos de asombro y horror.

Pero dejemos de parte nuestro espanto y, en vez de lisonjearnos unos a los otros, intentaremos retirar algún provecho de nuestro miedo. ¿No es verdad que hay dos caminos que llevan al Cielo: la inocencia y el arrepentimiento? Ahora, si yo les muestro que hay muy pocos que toman uno u otro de estos dos caminos, concluirán, como personas racionales, que muy pocos se salvan. Y para mencionar pruebas: en cual edad, empleo o condición no encontrarán que el número de los perversos es cien veces más grande que lo de los buenos, y de cada uno se podría decir: ¿“Los buenos son tan raros y los malos son tan numerosos”? Podemos decir de nuestros tiempos lo que Salviano dijo del tiempo suyo: es más fácil de encontrar una multitud innumerable de pecadores inmersos en todo tipo de iniquidades que unos pocos hombres inocentes. ¿Cuántos servidores son totalmente honestos y fieles en sus deberes? ¿Cuántos comerciantes son justos y equitativos en su comercio; cuántos artesanos son exactos y verdaderos; cuántos vendedores son desinteresados y sinceros? ¿Cuántos hombres de la ley no olvidan la ecuanimidad? ¿Cuántos soldados no pisan bajo los pies la inocencia; cuántos señores no retienen injustamente el salario de aquellos que los sirven, o no buscan dominar sus subordinados?

Por toda parte, los buenos son raros y los malos numerosos. Quien no sabe que hoy hay tanto libertinaje entre los hombres maduros, lascivia entre las jóvenes, vanidad entre las mujeres, voluptuosidad en la nobleza, corrupción en la clase media, disolución en el pueblo, descaramiento entre los pobres, de tal manera que se podría decir lo mismo que David dijo de los tiempos suyos: “todos, por igual, se desviaron del bien… no hay ni uno que practique el bien, ni siquiera uno sólo”. Vaya a las calles y a las plazas, al palacio y a casa, a la ciudad y al campo, al tribunal y a las casas de las leyes, y hasta al templo de Dios.

¿Dónde encontrará la virtud? ¡“Ay de nosotros”! clama Salviano, “excepto un número muy pequeño que huyen del mal, ¿qué es la asamblea de cristianos si no un pozo de vicio”? Todo lo que podemos encontrar por toda parte es egoísmo, ambición, gula y lujuria. ¿No está la mayor parte de los hombres corrompida por el vicio de la impureza, y tenía San Juan toda razón al decir. “Todo el mundo está asentado en la maldad”? Y no soy yo quien les digo esto; la razón les obliga a creer que, de entre aquellos que viven tan mal, muy pocos se salvan. Pero, me dirá: ¿No puede la penitencia reparar con provecho la falta de inocencia? Yo admito que es verdad.

Pero también sé que la penitencia es tan difícil en la práctica, nosotros no habiendo perdido así tan completamente el mal hábito, y de ella tan gravemente abusan los pecadores, que sólo esto debería bastar para convencerles que muy pocos se salvan por este camino. ¡Oh cuán inclinado, estrecho, lleno de espinos y horrible de ver y difícil de escalar es él! Por donde quiere que miremos, sólo vemos vestigios de sangre y cosas que recuerdan tristes memorias. Muchos debilitan sólo por verlo. Muchos se retiran aun en el comienzo. Muchos caen de cansancio al medio camino, y muchos infelices desisten al fin. ¡Y son tan pocos los que perseveran hasta la muerte! Dice San Ambrosio que es más fácil encontrar personas que hayan conservado su inocencia de que encontrar alguien que haya hecho la penitencia necesaria. Horribles abusos de Confesión ¡Si se considera el Sacramento de la Penitencia, hay tantas Confesiones torcidas, tantas disculpas estudiadas, tantos arrepentimientos engañadores, tantas falsas promesas, tantas resoluciones ineficaces, tantas absoluciones inválidas! ¿Consideren válida la Confesión de alguien que se acusa de pecados de impureza y sigue aún sujeto a las ocasiones de cometerlos? ¿O la de alguien que se acusa de injusticias obvias y que no tiene la más mínima intención de hacer cualquier reparación por ellas? ¿O la de alguien que cae de nuevo en las mismas iniquidades inmediatamente después de ir a la Confesión?

¡Oh, qué horribles abusos de un tan gran Sacramento! Uno se confiesa para evitar la excomunión, otro para tener una reputación de penitente. Uno descarta sus pecados para tranquilizar los remordimientos, otro los esconde por vergüenza. Uno los acusa imperfectamente por malicia, otro los revela por hábito. Uno no tiene presente en su mente el verdadero fin del Sacramento, otro no tiene el arrepentimiento necesario, y otro aún el firme propósito de no volver a pecar.

Pobres confesores, que esfuerzos hacéis para llevar el mayor número posible de penitentes a aquellas resoluciones y actos sin los cuales la Confesión es un sacrilegio, la absolución una condenación y la penitencia una ilusión. Donde están ahora, aquellos que creyeron que, de entre los cristianos el número de los que se salvan es mayor de que lo de aquellos que se condenan y que, para autorizar su opinión, raciocinan así: la mayor parte de los católicos adultos mueren en sus camas, armados con los Sacramentos de la Santa Iglesia, pero, ¿se salvan la mayor parte de los católicos? ¡Oh, qué gran raciocinio! Deben decir exactamente lo contrario.

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La mayor parte de los católicos adultos se confiesan mal a la hora de la muerte; por lo tanto, la mayor parte de ellos se condena. Y digo “cuanto más cierto”, porque un moribundo que no se confesó bien cuando tenía salud tendrá aún más dificultad en hacerlo cuando está de cama con el corazón pesado, una cabeza inestable, una mente confundida; cuando tiene la oposición, de muchas maneras, de objetos aún vivos, de ocasiones aún frescas, de hábitos adoptados, y encima de todo de demonios que procuran todos los medios para lanzarlo en el Infierno. ¿Ahora, si juntan a todos estos falsos penitentes todos los otros pecadores, que mueren inesperadamente en pecado, por ignorancia de los médicos o por culpa de los parientes, que mueren por envenenamiento o por ser enterrados en terremotos, o de un síncope, o de una caída, o en el campo de batalla, en una lucha, cogidos en una armadilla, fulminados por relámpago, quemados o ahogados, no son obligados a concluir que la mayor parte de los cristianos adultos se condena? Es esto el razonamiento de San Juan Crisóstomo.

Este Santo dice que la mayoría de los cristianos, a través de su vida, camina por la estrada que va al infierno. ¿Por qué, entonces, están tan sorprendidos con el hecho de que el mayor número vaya al infierno? Para llegar a una puerta, Ustedes deben tomar el camino que allí conduce. ¿Qué va a contestar a una razón tan poderosa? La contestación, me dirá, es que la misericordia de Dios es grande. Sí, para aquellos que Lo temen, como dice el Profeta; pero grande es también Su Justicia para con aquellos que no Lo temen, y ella condena todos los pecadores obstinados. El Paraíso es sólo para los cristianos El Paraíso es para los cristianos, evidentemente, pero para aquellos que no deshonran su carácter y que viven como cristianos. Además, si al número de cristianos adultos que mueren en la gracia de Dios se añaden la multitud incontable de niños que mueren después del bautismo y antes de alcanzar la edad de la razón, no estará sorprendido con lo que dice el Apóstol San Juan al hablar de aquellos que se salvan: “Yo vi una gran multitud que nadie podría contar”.

Y es eso lo que engaña aquellos que pretenden que el número de los que se salvan, de entre los católicos, es mayor de que lo de los condenados… Si a ese número añadimos los adultos que conservan el manto de la inocencia, o que, después de lo hubiese manchado, lo lavaran en lágrimas de penitencia, es cierto que el mayor número se salva; y tal explica las palabras de San Juan: “Yo vi una gran multitud”, y estas otras palabras de Nuestro Señor. “Muchos vendrán del Oriente y del Occidente, y festejarán con Abrahán, Isaac y Jacobo en el Reino del Cielo”, y las otras figuras generalmente citadas a favor de esta opinión. El 11 de septiembre sucedió inesperadamente hace casi 8 años. Algunos días más tarde, el Padre Gruner estaba disponible para bendecir los restos mortales de un bombero. Aún hay mucho remordimiento por la pérdida de vidas, pero aún más por la pérdida de almas que no están preparadas. ¿Y está preparado el alma de Usted para el Día del Juicio? ¿Estará aprovechando los beneficios de la Sagrada Confesión, de la Santa Misa y de la Sagrada Comunión, antes que llegue SU ‘11 de septiembre’?

Pero si Ustedes refieren a cristianos adultos, la experiencia, la razón, la autoridad, la propiedad, y las Escrituras concuerdan en probar que la mayoría es condenada. No piensan que, a causa de esto, el Paraíso está vacío; al contrario, es un reino muy poblado. Y si los condenados son “tan numerosos como la arena del mar”, los que se salvan son “tan numerosos como las estrellas del Cielo”, esto es, tanto unos como los otros son incontables, aunque en proporciones muy diferentes. Cierto día, San Juan Crisóstomo, predicando en el catedral de Constantinopla y considerando estas proporciones, no pudo dejar de tremer de horror y de preguntar: ¿“De este gran número de personas, cuántas pensaréis vosotros que se salvarán”? Y, sin esperar por la contestación, añadió: “Entre tantos millones de personas, no encontraremos una centena que se salve; y yo tengo dudas sobre esas cien personas”. ¡Qué cosa terrible! El gran Santo creía que, de tanta gente, ni una centena se salvaría, y aun así, no estaba seguro de ese número. ¿Qué los sucederá, a Ustedes que me escuchan? ¡Gran Dios, no puedo pensar en eso sin estremecerme!

Mis Hermanos, el problema de la salvación es una cosa muy difícil; pues, de acuerdo con las máximas de los teólogos, cuando un fin exige grandes esfuerzos, sólo pocos lo alcanzan. Es por eso que San Tomás, el Doctor Angélico, después de haber ponderado todas las razones a favor y contra en su inmensa erudición, concluye finalmente que el mayor número de católicos adultos se condena. Y dice: “Porque la bienaventuranza eterna ultrapasa el estado natural, especialmente porque este fue privado de la gracia original, hay un pequeño número que se salvan”. Así, pues, quiten la venda de sus ojos, que está cegando Ustedes con el amor de sí mismos, que los impide de creer en una verdad tan evidente, dándoles ideas muy falsas sobre la justicia de Dios, “Justo Padre, el mundo no Lo conoció”, dijo Nuestro Señor Jesucristo. Él no dice: “Padre Todopoderoso, Padre muy bueno y misericordioso”.

Él dice “Justo Padre”, para que comprendamos que, de todos los atributos de Dios, ninguno es menos conocido que Su justicia, porque los hombres rechazan creer en aquello que tienen miedo de afrontar. Por eso, quiten la venda que les cubre los ojos y digan con lágrimas: ¡Ay de nosotros! ¡El mayor número de los católicos, el mayor número de los que viven aquí, tal vez de los que están en esta asamblea, será condenado! ¿Hay un asunto que sea más merecedor de nuestras lágrimas? El Rey Xerxes, en cima de una colina, mirando su ejército de cien mil soldados preparados para dar batalla, y considerando que ninguno de ellos estaría vivo en cien años, fue incapaz de retener las lágrimas. ¿No tendremos nosotros más razones para llorar, al pensar que, de tantos católicos, la mayor parte de ellos se perderá? ¿Este pensamiento no debería hacer con que corriesen ríos de lágrimas de nuestros ojos, o por lo menos producir en nuestro corazón el sentimiento de compasión que sintió un Hermano Agustino, el Venerable Marcelo de San Domingos? Un día, cuando estaba meditando sobre los sufrimientos eternos, el Señor le mostró cuantas almas fueron yendo al infierno en aquel momento, y le mostró una carretera muy ancha en que veinte y dos mil pecadores estaban corriendo al abismo, chocando unos con los otros.

El siervo de Dios quedó espantado y exclamó: ¡“Oh, qué número! ¡Qué número! Y aún vienen más. ¡Oh Jesús! ¡Oh Jesús! ¡Qué locura”! Déjenme repetir, con Jeremías: ¿“Quién dará agua a mi cabeza, y una fuente de lágrimas a mis ojos? Y lloraré día y noche por los muertos de la hija de mi pueblo”. ¡Pobres almas! ¿Cómo podrán correr tan apresuradamente al infierno? ¡Por misericordia, paren y óiganme por un momento! O comprenden lo que significa ser salvado y ser condenado por toda la eternidad, o no comprenden. Si comprenden y, a pesar de esto, Ustedes no decidan a cambiar sus vidas hoy, hacer una buena Confesión y despreciar el mundo, en una palabra, hacer todos los esfuerzos para ser contado en el pequeño número de los que se salvan, los digo que no tienen la Fe. Tendrán más disculpa si no comprenden, porque entonces se dirán de Ustedes que hayan perdido el juicio. Ser salvado por toda la eternidad, ser condenado por toda la eternidad, y no hacer todos los esfuerzos para evitar uno y asegurar el otro, es algo inconcebible.

La bondad de Dios Tal vez aún no creen en las verdades terribles que acabé de enseñarles. Pero fueron los teólogos más considerados, los Padres más ilustres que los hablaron a través de mí. ¿Entonces, pues, cómo podrán resistir las razones apoyadas por tantos ejemplos y palabras de las Sagradas Escrituras? ¿Si, a pesar de eso, aún vacilan y si su mente se inclina en la dirección opuesta, esta misma consideración no será suficiente para hacerles tremer? ¡Oh, demuestra que no se preocupan mucho con su salvación! Sobre esta materia tan importante, un hombre de buen sentido es más afectado por la menor duda del riesgo que corre de que por la evidencia de la ruina total en otros asuntos en que el alma no está implicada. Uno de nuestros Hermanos, el Beato Giles, solía decir que, si sólo un hombre hubiese de ser condenado, él haría todo lo posible para certificarse de que no sería ese hombre. ¿Entonces qué debemos hacer, nosotros que sabemos que la mayoría será condenada, y no sólo parte de la totalidad de los católicos? ¿Qué debemos hacer? Tomar la resolución de pertenecer al pequeño número de los que se salvan. Dirán: ¿Si Cristo quería condenarme, por qué es que Él me crió? ¡Silencio, lengua atrevida! Dios no crió nadie para condenarlo; pero quien sea condenado, lo será porque quiere. Voy, por lo tanto, defender ahora la bondad de mi Dios y absolverlo de toda la culpa: será esto el asunto de la segunda parte.

Antes de continuar, pongamos de un lado todos los libros y todas las herejías de Lutero y Calvino, y del otro lado los libros y herejías de los Pelagianos y de los SemiPelagianos, para quemarlos. Algunos destruyen la gracia, otros la libertad, y todos ellos están llenos de errores; los lanzamos, por lo tanto, al fuego. Todos los condenados tienen en la frente el oráculo del Profeta Oseas, “Tu perdición viene de ti”, para que comprendan que quien es condenado, es condenado por su propia malicia y porque quiere ser condenado. En primer lugar, tomemos por base estas dos verdades innegables: “Dios quiere que todos los hombres se salven”, “Todos necesitan la gracia de Dios”. Pues bien, si les muestro que Dios quiere salvar todos los hombres, y que, para ese fin, da a todos ellos Su gracia y todos los otros medios necesarios para alcanzar ese fin sublime, serán obligados a concordar que quien sea condenado debe imputarlo a su propia malicia, y que, si la mayor parte de los cristianos es condenada, es porque ellos quieren que así sea. “Tu perdición viene de ti; tu ayuda sólo reside en Mí”.

Dios desea que todos los hombres se salven En una centena de lugares de las Sagradas Escrituras, Dios nos dice que Su deseo es, en efecto, salvar todos los hombres. “Será Mi voluntad que un pecador muera, y no que él se convirte de sus pecados y viva? … Yo vivo, dijo el Señor Dios. No deseo la muerte del pecador, Convertid y vivid”. Cuando alguien desea mucho cualquier cosa, acostumbra decirse que está muriendo por deseo; es una hipérbole. Pero Dios quiere y continúa a querer Dios envió Su Madre Santísima, Nuestra Madre de Misericordia, a través de Cuyo Cuidado Maternal nos aproximamos de Jesús.

En la imagen en cima, en una procesión de honor de Nuestra Señora de Fátima, vemos también Su Mensaje de aviso, para que enmendemos nuestras vidas. tanto nuestra salvación que murió de deseo, y sufrió la muerte para darnos vida. Esta voluntad de salvar todos los hombres no es, por lo tanto, una voluntad afectada, superficial y aparente en Dios; es una voluntad real, efectiva y benéfica, porque Él nos proporciona todos los medios más apropiados para que nosotros nos salvemos. Él no nos da para que no lo obtengamos; nos los da con una voluntad sincera con la intención de que alcanzaremos sus efectos. Y si no los alcanzamos, El se muestra preocupado y ofendido por esa causa. Ordena hasta a los condenados que los usen, para salvarse; los exhorta a que lo hagan; los obliga a hacerlo; y si no lo hacen, cometen un pecado. Por lo tanto, podrían hacerlo y de esa manera ser salvados. Y mucho más: como Dios ve que ni siquiera podemos hacer uso de Su gracia sin Su ayuda, nos da otras ayudas; y si por veces no hacen efecto, la culpa es nuestra, porque con estas mismas ayudas, una persona puede abusar de ellas y ser condenada con ellas, y otra puede usarlas bien y ser salvada; podría ser salvada hasta con ayudas menos poderosas. Sí, puede suceder que abusemos de una gran gracia y nos condenemos, mientras que otros colaboren con una gracia menor y son salvados.

San Agustín exclama: “Si, por consiguiente, alguien se desvía de la justicia, ese es llevado por su libre voluntad, guiado por su concupiscencia, engañado por su propia persuasión”. Pero para quien no comprende la teología, he aquí lo que les tengo a decir: Dios es tan bueno que, cuando Él ve un hombre corriendo a su ruina, el Señor corre atrás de él, lo llama, lo amonesta y lo acompaña aun hasta las puertas del infierno; ¿qué no hará Él para convertirlo? Le envía buenas inspiraciones y santos pensamientos, y si él no toma provecho de ellos, muestra Su ira e indignación y lo persigue. ¿Para fulminar con él? No; falla y le perdona. Pero el pecador aún no se ha convertido. Dios le envía una enfermedad mortal. Ciertamente es el fin para él. No, mis hermanos, Dios lo cura; el pecador se torna obstinado en el mal y Dios, en Su misericordia, procura otro camino; el Señor le da un año más y, cuando ese año termina, le da aún otro más. ¡No acusen a Dios! ¿Pero si el pecador continúa a querer lanzarse en el infierno, a pesar de todo eso, qué hace Dios? ¿Lo abandona? No.

Le pega en la mano y continúa a predicarle, aun cuando él tenga un pie en el infierno y otro fuera; le implora que no abuse de Sus gracias. Ahora les pregunto, si aquel hombre es condenado, ¿no es verdad que es condenado contra la voluntad de Dios y porque quiere ser condenado? Vengan ahora y preguntarme: ¿Si Dios quería condenarme, por qué es que me crió? Pecador ingrato, aprende hoy que, si estás condenado, no es Dios que debe ser censurado, sino es tú y tu propia voluntad.

Para persuadirte de esta verdad, descendamos hasta las profundidades del abismo, y de allá te traeré una de aquellas almas que arden en el infierno, para que él pueda explicarte esta verdad: Aquí está uno ahora: “Dime, quien eres tú”? “Yo soy un pobre idólatra, nacido en una tierra desconocida; Nunca oí hablar del Cielo ni del Infierno, ni de aquello que estoy a sufrir ahora”. ¡“Pobre infeliz”! Vete, no eres aquel que yo busco”. Viene uno más; aquí está él. ¿“Quién eres tú”? “Yo soy un cismático de los confines de Tartaría. Viví siempre en una nación no-civilizada, mal sabiendo que existe un Dios”. “Tú no eres quien yo quiero; vuelve al infierno”. Aquí está otra. ¿“Y quién eres tú? “Yo soy un pobre hereje del Norte. Nací abajo del Polo y nunca vi ni la luz del sol ni la luz de la fe”. “También no es a ti que yo busco; vuelve al infierno”.

Mis Hermanos, el corazón rompe al ver, entre los condenados, estos pobres, estos infelices que nunca conocieron ni siquiera la Verdadera Fe. Aun así, sepan que la sentencia de condenación fue pronunciada contra ellos y que les fue dicho: “Vuestra condenación proviene de vosotros”. Ellos fueron condenados porque lo quisieron ser. ¡Ellos recibieron tantas ayudas de Dios para salvarse! Nosotros no sabemos en que tales ayudas consistieron, pero ellos lo saben bien, y ahora ellos claman: “Oh Señor, Tu eres justo… y Tus juicios son de equidad. Mis Hermanos, deben saber que la creencia más antigua es la Ley de Dios, y que todos nosotros la llevamos en nuestros corazones; que ella puede aprenderse sin profesor ninguno, y que basta tener la luz de la razón para conocer todos los preceptos de esa Ley.

Es por eso que aun los bárbaros se escondieron cuando cometieron un pecado, porque tuvieron conciencia de haber procedido mal; y son condenados por no haber observado la ley natural que está escrito en su corazón; porque, si ellos la hubiesen observado, Dios antes habría hecho un milagro, de preferencia a dejarlos ser condenados; Él les habría enviado alguien que los enseñase y les habría dado otras ayudas, de las cuales ellos se hicieron indignos por no vivir en conformidad con las inspiraciones de su conciencia, que nunca dejó de les avisar sobre el bien que ellos deberían hacer y sobre el mal que ellos deberían evitar. Así siendo, fue su conciencia que los acusó en el Tribunal de Dios, e que les dice constantemente en el infierno: “Tu perdición viene de ti”.

No saben lo que contestar y son obligados a confesar que merecen su destino. Pues bien, si estos infieles no tienen disculpa, ¿habrá alguna disculpa para un católico que tenía tantos sacramentos, tantos sermones, tantas ayudas a su disposición? Cómo osará él decir: ¿“Si Dios quería condenarme, por qué es que me crió”? ¿Cómo osará hablar de esta manera, cuando Dios le dio tantas ayudas para salvarse? Continuemos a confundirlo. ¡Vosotros que sufren en las profundidades, contestadme! ¿Hay algunos católicos entre vosotros? ¡“Claro que hay”! ¿Cuántos? ¡Venga uno de ellos aquí en cima! “Es imposible, ellos están muy allá al fondo, y traerlos aquí en cima sería rodar todo el infierno al revés; sería más fácil impedir uno de ellos mientras allá está a caer”.

Por lo tanto, me dirijo a vosotros que vivís en el hábito del pecado mortal, en el odio, en el abismo del vicio de la impureza, y que a cada día estáis más cerca del infierno. Parad, y volved atrás; es Jesús que os llama y que, con Sus llagas, así como tantas voces elocuentes, os grita: “Mi hijo, si estás condenado, sólo a ti mismo debes acusar: ‘Tu perdición viene de ti’. Levanta los ojos y ve todas las gracias con que te enriquecí, para garantir tu salvación eterna. Podría haberlo hecho nacer en una floresta de la Barbaría; fue lo que hice a muchos otros; pero le hice nacer en la Fe católica; hice con que fueses educado por un buen padre y una madre excelente, con las instrucciones y enseñanzas más puras. Si eres condenado a pesar de todo esto, ¿de quién es la culpa? Tuya, Mi hijo, tuya: ‘Tu perdición viene de ti’, Podría haberte lanzado en el infierno después del primer pecado mortal que cometiste, sin esperar por el segundo.

Hice eso a tantos otros, pero contigo fui paciente, esperé por ti durante muchos y largos años; aun hoy estoy esperando por ti en penitencia. ¿Si, a pesar de todo esto, eres condenado, de quién es la culpa? Tuya, Mi hijo, tuya: Tu perdición viene de ti. Sabes cuantos murieron ante tus ojos y fueron condenados: era un aviso para ti. Sabes cuantos otros puse en el buen camino para darte un buen ejemplo. ¿Te recuerdas de lo que aquel excelente confesor te dijo? Yo fui quien lo hizo decirte eso. ¿Él no te exhortó a que cambiases de vida y hicieses una buena Confesión? Yo fui quien lo inspiró. ¿Te recuerdas de aquel sermón que tocó tu corazón? Yo fui quien te llevó allá. Y lo que sucedió entre ti y Mí en el secreto de tu corazón, … eso nunca podrás olvidar. ¿“Esas inspiraciones interiores, ese conocimiento claro, ese remordimiento constante de conciencia, te atreverás a negarlo? Todos ellos eran más ayudas de Mi gracia, porque Yo quería salvarte. Rechacé a darlos a muchos otros, y dilos a ti porque te amo tiernamente. ¡Mi hijo, Mi hijo, si yo hubiese hablado con ellos con tanta ternura como hoy te estoy a hablar, cuántas otras almas habrían regresado al buen camino! Y tu… y tú me vuelves las espaldas.

Oye lo que te voy a decir, porque estas son Mis últimas palabras: Me costaste Mi Sangre, si quieres ser condenado, a pesar del Sangre que derramé por ti, no pones las culpas sobre Mí; sólo a ti debes acusar, y por toda la eternidad, no olvides que, si fueses condenado a pesar de Mí, fueses condenado porque quisiste ser condenado: ‘Tu perdición viene de ti’”. Oh mi buen Jesús, hasta las piedras partirían si oyesen palabras tan dulces, expresiones tan tiernas. ¿Habrá aquí alguien que quiera ser condenado, a pesar de tantas gracias y ayudas? Si haya uno, él que me oiga, resiste, si puede. Baronio relata que, después del infame apostasía de Juliano el Apóstata, él concibió un odio tal al Santo Bautismo que, día y noche, buscó una manera de borrar lo que había recibido. Para ese fin, mandó preparar un baño de sangre de cabra y se metió en él, queriendo que esta sangre impura de una víctima consagrada a Venus pudiese borrar de su alma el carácter sagrado del Bautismo.

Un tal comportamiento les parece abominable, pero si el plan de Juliano hubiese tenido éxito, es cierto que sufriría mucho menos en el infierno. Oh pecadores, el consejo que les quiero dar puede parecerles extraño; pero si lo comprenden bien, es, al contrario, inspirado por una tierna compasión por Ustedes. Les imploro de rodillas, por la Sangre de Cristo y por el Corazón de María, que cambien de vida, que regresen al camino que lleva al Cielo, y que hagan todo lo que puedan para pertenecer al pequeño número de los que se salvan. Si, al contrario, quieren continuar a viajar el camino que lleva al infierno, busquen al menos una manera de apagar su Bautismo. ¡Ay de Ustedes, si llevan el Santo Nombre de Jesucristo y el carácter sagrado del Cristo grabado en el alma al infierno! Su castigo será aún mayor.

He aquí, pues, lo que les aconsejo que hagan: si no quieren convertirse, vayan ya, hoy mismo, a pedir a su pastor que apague su nombre del registro bautismal, de modo a que no queda ninguna recordación de haber sido alguna vez cristianos; ¡imploren a su Ángel Custodio que borre de su libro las gracias, las inspiraciones y ayudas que él les dio, por orden de Dios; ¡porque ay de Ustedes si él los recuerda! Digan a Nuestro Señor que los retire Su fe, Su Bautismo, Sus sacramentos. ¿Están horrorizados con un tal pensamiento? Entonces échense a los pies de Jesucristo y díganle, de lágrimas en los ojos y corazón contrito: “Señor, confieso que no he vivido hasta ahora como un cristiano. No soy digno de ser contado entre Tus electos. Reconozco que merezco ser condenado; pero grande es Tu misericordia, y, lleno de confianza en Tu gracia, Te digo que quiero salvar mi alma, aun si tengo que sacrificar mi fortuna, mi honor, hasta mi vida, si así es necesario para salvarme. Si hasta ahora he sido infiel, me arrepiento y deploro y detesto mi infidelidad, y Te pido humildemente que me perdones. Perdóname, buen Jesús, y fortaléceme también, para que me pueda salvar. No Te pido riquezas, honor o prosperidad; Te pido sólo una única cosa, que salve mi alma”.  ¡Y Tu, oh Jesús! ¿Qué dices? Oh buen Pastor, ve la oveja perdida que regresa a Ti, abraza este pecador arrepentido, bendice sus suspiros y sus lágrimas, o antes, bendice estas personas que están bien encaminadas y que no quieren más de que su salvación.

Hermanos, a los pies de Nuestro Señor, protestemos que queremos salvar nuestras almas, coste lo que coste. Digámosle todos, de ojos humedecidos: “Buen Jesús, quiero salvar mi alma”. ¡Oh benditas lágrimas, oh benditos suspiros! Conclusión Hermanos, quiero hoy despedirme de Ustedes, dejándoles confortados. Y si me preguntan mis sentimientos en relación al número de los que se salvan, digo: Sean muchos o pocos los que se salvan, digo que quien quiera salvarse, será salvado, y que nadie puede ser condenado si no quiere. Y si es verdad que pocos se salvan, es porque hay pocos que viven bien. Cuanto a los restantes, comparan estas dos opiniones: la primera dice que la mayor parte de los católicos serán condenados; la segunda, al contrario, pretende que la mayor parte de los católicos serán salvados. Imaginan un Ángel enviado por Dios para confirmar la primera opinión, que viene a decirles que no sólo la mayor parte de los católicos serán condenados, sino también que, de los que están aquí presentes, en esta asamblea, sólo uno se salvará. Si obedecen a los Mandamientos de Dios, si detestan la corrupción de este mundo, si abrazan la Cruz de Jesucristo en espíritu de penitencia, serán lo que se salvó. Imaginad ahora el mismo Ángel, que aparece para confirmar la segunda opinión.

Les dice que no sólo la mayor parte de los católicos serán salvados, pero aun que, de esta congregación, sólo uno será condenado y todos los otros se salvarán. Si después de esto continúan con sus usuras, sus venganzas, sus actos criminosos, sus impurezas, entonces serán ellos que han de ser condenados. ¿Para qué sirve saber si pocos o muchos serán salvados? San Pedro nos dice: “Haga buenas obras para asegurar su elección”.

Cuando la hermana de San Tomás de Aquino le preguntó lo que habría de hacer para ir para el Cielo, él le dijo: “Serás salvada si lo quieres ser”. Les digo lo mismo, y aquí está la prueba de mi declaración. Nadie será condenado, a menos que cometa un pecado mortal: esto es de la Fe. Y nadie comete un pecado mortal a menos que quiera: ésta es una proposición teológica innegable. Por lo tanto, nadie va al infierno a menos que quiera; la consecuencia es obvia. ¿No llegará esto para confortarles? Lloren los pecados del pasado, hagan una buena Confesión, no pequen más en el futuro, y serán todos salvados. ¿Por qué Ustedes atormentan a sí mismos? Porque es cierto que tendrán que cometer un pecado mortal para ir al infierno, y que, para cometer un pecado mortal, tendrán que querer cometerlo; y que, consecuentemente, nadie va al infierno a menos que lo quiera. Esto no es apenas una opinión, es una verdad innegable y muy confortante; que Dios les haga comprenderla, y que Él los bendiga. Amén.

Comentario al Pequeño número de aquellos que se salvan En las primeras Reglas sobre el discernimiento de los espíritus, San Ignacio muestra que es típico del espíritu maligno tranquilizar los pecadores. Por eso, debemos predicar constantemente y aumentar la confianza y el deber de esperar en el infinito perdón y misericordia del Señor, porque la conversión es fácil y Su gracia es muy poderosa. Pero debemos también recordar que “no se burla de Dios”, y que quien vive habitualmente en el estado de pecado mortal está en el camino de la condenación eterna. Hay milagros de la última hora, pero, a menos que contrariemos, a decir que los milagros hacen parte del andamiento normal de las cosas, somos obligados a concordar que, para la mayoría de las personas que viven en el estado de pecado mortal, la eventualidad más probable es la impenitencia final. Las razones de San Leonardo de Porto Maurizio nos han persuadido. Son dignas de ser oídas. Con elocuencia y claridad, desarrollan una consideración del Padre Lombardi en su debate público con el jefe comunista italiano Velio Spano en Cagliari el 4 de diciembre de 1948. “Estoy horrorizado cuando pienso que, si Usted continúa así, será condenado al infierno”, dijo el Padre Lombardi al marxista Spano. Spano replicó: “No creo en el infierno”. Y el Padre Lombardi contestó: “Precisamente; y si Usted continua así, será condenado, una vez que, para evitar ser condenado, tiene que creer en el infierno”. Podemos generalizar la respuesta del Padre Lombardi. Tal vez sea precisamente la falta de fe sobrenatural que impide las personas de comprender profundamente la transcendencia pastoral de predicar a la manera de San Leonardo de Porto Maurizio en su aplicación a nuestra vida contemporánea.

De cualquier manera, no es porque la moral sea mejor en nuestros días de que en el tiempo del famoso misionario. Ningún tiempo sería mejor para aplicar esta amonestación del Cardenal Pie: “Veo prudencia en toda parte, pero rápidamente no veremos valor en parte ninguna; créame, si continuamos de esta manera, moriremos con un ataque de sabiduría”. No de sabiduría divina, ciertamente, porque sólo la prudencia mundana y carnal lleva a la vana sapiencia, que se burla del sermón de San Leonardo. La doctrina de San Leonardo de Porto Maurizio ha salvado y salvará almas innumerables hasta el fin de los tiempos. He aquí lo que la Iglesia dice en la Oración del Oficio Divino, Sexta Lección, al hablar de la elocuencia celestial de San Leonardo: Al oírlo, hasta corazones de hierro y de bronce fueron poderosamente inclinados a la penitencia, debido a la espantosa eficacia del sermón y del celo ardiente del predicador. Y en la oración litúrgica pedimos al Señor que nos conceda el poder de convertir los corazones de los pecadores empedernidos a través de las obras de predicación. Este sermón de San Leonardo de Porto Maurizio fue predicado durante el reinado del Papa Benedicto XIV (1740-1758), que tanto estimaba el gran misionario.

LA CUARESMA

La Cuaresma es la preparación para vivir profundamente la Semana Santa donde se acompaña la pasión, muerte y resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, quien dio su vida y derramó hasta la última gota de su sangre por nosotros y que muchos aún no somos conscientes de este hermoso y más grande acto de amor de nuestro Padre al sacrificar a su único Hijo por todos nosotros.

Así como Nuestro Señor Jesús se preparó durante cuarenta días en el desierto (Mc 1, 12-13) con ayuno, oración y penitencia para poder obedecer a su Padre, así debemos nosotros prepararnos interior y exteriormente y que cada instante de nuestra vida sea una oración en nuestros diferentes roles: trabajador, padre, hijo, hermano, amigo, etc.

La Cuaresma es la oportunidad para fortalecer nuestra vida espiritual y hacer una conversión radical y dejar de ser católicos por momentos o tibios.

Iniciamos este proceso con la celebración del Miércoles de Ceniza, aun cuando no estemos en gracia de Dios (confesión), o no asistiendo a misa continuamente, los animamos a actuar ya y que nos comprometamos en este tiempo litúrgico para empezar a vivir como un verdadero católico, que seamos capaces de devolverle a Jesús su sacrificio incruento en la cruz y desafiar al mundo moderno.

Tips para vivir una buena Cuaresma:

 Oración: “La iglesia invita a los fieles a una oración regulada: oraciones diarias, Liturgia de las Horas, Eucaristía dominical, fiestas del año litúrgico.” Cat. 2720

Orar es conversar con Dios, es un diálogo con Dios; donde el alma se sana, se libera, encuentra felicidad, regocijo, paz y el infinito amor de Dios. Nos da la fortaleza y templanza para mantenernos en nuestro vivir.

  • Con la oración encontramos un arma poderosa para superar obstáculos.
  • La oración nos acerca a Dios, estrechando nuestra relación con el Padre.
  • Con la oración encontramos dirección clara y oportuna en momentos de crisis. A su vez evita que tomemos decisiones equivocadas.
  • La oración nos da confianza y nos trae paz, eliminando nuestras preocupaciones y afanes.
  • A través de la oración actuamos con sabiduría y nos protege de las tentaciones.
  • La oración nos guía para seguir la santa voluntad de Dios.

Cuando oramos tenemos fortaleza espiritual y aprendemos a ser agradecidos con Dios.

Ayuno: es una forma de piedad, una disciplina espiritual, una forma de agradar a Dios y debe hacerse con esa intención. Es renunciar al consumo total o parcial de alimentos por un día con el propósito de lograr autocontrol sobre los deseos corporales. Este debe ser acompañado de oración y lectura de la palabra. (Is 58; Za 7; He 13, 2, Mc 2, 18)

Es obligatorio el ayuno el Miércoles de Ceniza y el Viernes Santo.

El ayuno tiene muchos beneficios, Dios da grandes gracias cuando lo hacemos frecuentemente.

  • Con el ayuno de palabra aprendemos a controla los vicios de la lengua, de soberbia, del ego y da gran virtud de paciencia, prudencia y sabiduría.
  • Con el ayuno de los ojos aprendemos a limpiar los ojos de todo lo mundano y todos los vicios que entran al alma. Se descontamina el Ser.
  • Con el ayuno de los alimentos aprendemos a controlar el impulso carnal, y vuelven las acciones a ser controladas por el espíritu, se llega al desapego verdadero y al abandono en Dios.
  • El ayuno de pensar en el «yo» permite ponerse en total servicio a los demás y olvidarse de sí mismo. Este ayuno enseña caridad, amor y disciplina. Acrecienta la obediencia y la humildad.  Mensaje 56 dado a Judith el 3 de Mayo de 2016.

 

Penitencia: es el sacramento de la confesión; efectuado con arrepentimiento, mortificación y contrición de corazón, presentándose ante el sacerdote para acusar sus pecados obteniendo la absolución y así reconciliarse con Dios.

  • A través de la penitencia se obtiene de la misericordia de Dios, el perdón de los pecados.
  • Con la penitencia interior encontramos una reorientación radical de toda la vida, un retorno a Dios con todo nuestro corazón.
  • La penitencia mueve al pecador a soportarlo todo con el ánimo bien dispuesto: en su corazón, contrición; en la boca, confesión; en la obra, toda humildad y fructífera satisfacción.
  • La penitencia trae como beneficios la paz interior, fortalece el alma y engrandece el espíritu.

A través de la oración, ayuno y penitencia lograremos una auténtica conversión que deberá ser manifestada en nuestro diario vivir, es decir obedeciéndole a nuestro Padre con el cumplimiento de sus mandamientos y sacramentos, con humildad y confianza en él.

La Misión Io Eros nos exhorta a seguir buscando a Dios en el día a día y que esta Cuaresma sea para vivir en sometimiento a Dios, siendo agradecidos y obedientes, hasta la segunda venida de Jesús y así no perder la Vida Eterna.

“Por eso estén vigilando y orando en todo tiempo para que se les conceda escapar de todo lo que debe suceder, y puedan estar de pie delante del Hijo del Hombre”. (Lc. 21, 36)